DÉFICIT

Déficit // El pudor que provoca el dinero tiene una explicación: hablamos de plata cuando falta o bien abunda de manera exagerada. Nunca -o poquísimas veces- preguntamos "cómo andan tus cuentas". Además, el dinero tiene ingredientes poco decorosos: ambición, envidia, placer, injusticia, traición. Y no me refiero al que se gana de manera ilegal (que, per se, debe esconderse o "lavarse"); sino al que recibes a cambio de tu trabajo. Cuando alguien habla de plata, olfateamos que "tiene problemas". Ahora, por ejemplo, Ruiz los tiene. Nunca pensé que me quejaría (lo pienso ahora, mientras escribo estas líneas). El asunto comenzó cuando decidí ser profesor del sistema público. Con meses en el cuerpo, advierto que no sólo "a los profes se les paga mal" (en la mayoría de los casos), sino también, y en otros casos más graves, "no se les paga". Me pasó. Y acá estoy. Quejándome con las manos atadas (dejar de trabajar es igual a alumnos sin clases). Sumando en mi currículum una desagradable experiencia. No soy el único y todos pierden. ¿Pueden creer que los estudiantes de mi colegio llevan tres meses sin profesor/a de inglés? La razón: déficit. Sí, viene la insoportable pregunta obvia: cómo cresta queremos mejor educación. De nuevo el olfato porque todo esto huele bien mal. 

Creencias dentro y fuera de la sala de clases

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Jennifer no quiere decir cuántos años tiene. Supone que sus compañeros de séptimo básico no han dado con el misterio. A primera vista, parece de 15 años. Tanto así, que se confunde entre varios otros que están desfasados. Que no han podido seguir el curso normal de los niveles escolares. Por ejemplo, Manuel: socio de las malas andanzas de la Jennifer. O la María José, que no puede guardar silencio por más de tres minutos.

La apatía de estos tres adolescentes es tremenda. Más importante es distraer a los demás y dejar claro quién manda en la sala de clases. No importa quién esté delante del curso. Han pasado varios profesores y la mayoría sucumbe ante el ruido permanente, el desorden, la dinámica interna del grupo que descarta toda autoridad.

Un profesor dice poder controlarlos. Me confiesa: “es porque me tienen miedo”. Cuánto quisiera que a mí me tuvieran un mínimo de temor, después pensé. Pero, en serio, ¿quiero que me tengan miedo? No me faltan las ganas de golpear la mesa con el libro de clases o insistir con las amenazas de anotaciones, citaciones de apoderados o expulsiones. Sé, sin embargo, que el efecto durará poco y que será necesaria más violencia adentro.

Aún no tengo la receta y me duermo pensando qué hacer mañana para captar la atención y romper la apatía, diría existencial de mis estudiantes. Pero ayer me dieron una pista. La escuché en la calle, de boca de alguien que lo perdió todo y que, incluso así, insiste creyendo en ella. Dijo cuando me topé con él: “la voluntad lo puede todo”. Una oración cargada de significado para muchos. A mí me recuerda que lo último que se pierde es la fe, y no tanto en lo que uno pueda hacer solo, sino en lo que se construye entre todos.

Quiero, entonces, creer en mis alumnos. Quiero que ellos crean también. Porque la sabiduría popular no puede someterse a evaluación: lleva años sosteniendo vidas y guiándolas. Pero el escenario es adverso, pues pocos creen en la educación y lo que ésta, en parte, ha hecho. Como la Jennifer (17 años), una apuesta perdida.