DÉFICIT

Déficit // El pudor que provoca el dinero tiene una explicación: hablamos de plata cuando falta o bien abunda de manera exagerada. Nunca -o poquísimas veces- preguntamos "cómo andan tus cuentas". Además, el dinero tiene ingredientes poco decorosos: ambición, envidia, placer, injusticia, traición. Y no me refiero al que se gana de manera ilegal (que, per se, debe esconderse o "lavarse"); sino al que recibes a cambio de tu trabajo. Cuando alguien habla de plata, olfateamos que "tiene problemas". Ahora, por ejemplo, Ruiz los tiene. Nunca pensé que me quejaría (lo pienso ahora, mientras escribo estas líneas). El asunto comenzó cuando decidí ser profesor del sistema público. Con meses en el cuerpo, advierto que no sólo "a los profes se les paga mal" (en la mayoría de los casos), sino también, y en otros casos más graves, "no se les paga". Me pasó. Y acá estoy. Quejándome con las manos atadas (dejar de trabajar es igual a alumnos sin clases). Sumando en mi currículum una desagradable experiencia. No soy el único y todos pierden. ¿Pueden creer que los estudiantes de mi colegio llevan tres meses sin profesor/a de inglés? La razón: déficit. Sí, viene la insoportable pregunta obvia: cómo cresta queremos mejor educación. De nuevo el olfato porque todo esto huele bien mal. 

Creencias dentro y fuera de la sala de clases

silvina_gvirtz_clip_image013

Jennifer no quiere decir cuántos años tiene. Supone que sus compañeros de séptimo básico no han dado con el misterio. A primera vista, parece de 15 años. Tanto así, que se confunde entre varios otros que están desfasados. Que no han podido seguir el curso normal de los niveles escolares. Por ejemplo, Manuel: socio de las malas andanzas de la Jennifer. O la María José, que no puede guardar silencio por más de tres minutos.

La apatía de estos tres adolescentes es tremenda. Más importante es distraer a los demás y dejar claro quién manda en la sala de clases. No importa quién esté delante del curso. Han pasado varios profesores y la mayoría sucumbe ante el ruido permanente, el desorden, la dinámica interna del grupo que descarta toda autoridad.

Un profesor dice poder controlarlos. Me confiesa: “es porque me tienen miedo”. Cuánto quisiera que a mí me tuvieran un mínimo de temor, después pensé. Pero, en serio, ¿quiero que me tengan miedo? No me faltan las ganas de golpear la mesa con el libro de clases o insistir con las amenazas de anotaciones, citaciones de apoderados o expulsiones. Sé, sin embargo, que el efecto durará poco y que será necesaria más violencia adentro.

Aún no tengo la receta y me duermo pensando qué hacer mañana para captar la atención y romper la apatía, diría existencial de mis estudiantes. Pero ayer me dieron una pista. La escuché en la calle, de boca de alguien que lo perdió todo y que, incluso así, insiste creyendo en ella. Dijo cuando me topé con él: “la voluntad lo puede todo”. Una oración cargada de significado para muchos. A mí me recuerda que lo último que se pierde es la fe, y no tanto en lo que uno pueda hacer solo, sino en lo que se construye entre todos.

Quiero, entonces, creer en mis alumnos. Quiero que ellos crean también. Porque la sabiduría popular no puede someterse a evaluación: lleva años sosteniendo vidas y guiándolas. Pero el escenario es adverso, pues pocos creen en la educación y lo que ésta, en parte, ha hecho. Como la Jennifer (17 años), una apuesta perdida.          

Hay que vivir, cueste lo que cueste, vivir, y a cambio de eso hay que dejar vivir.

Obdulio Varela: El reposo del centrojás

Por Osvaldo Soriano

ninos_jugando_partido_futbol_hierba La Historia de vida, tal como se la conocía en el suplemento cultural de La Opinión, era una de las formas más difíciles del reportaje. Consistía en escuchar, ante un grabador, durante cinco o seis horas--tal vez más--, a un hombre o una mujer que reconstruían los mejores--o los más terribles--momentos de su existencia. Luego había que comprimir sin reducir, restituyendo a la vez el sabor del relato, el estilo narrativo del entrevistado. Carlos Tarsitano, Ricardo Halac, Julio Ardiles Cray y yo practicábamos el género en La Opinión. Esta entrevista me fue sugerida por Hermenegildo Sábat, quien ilustró en el diario casi todos los textos que contiene este volumen.

El 16 de julio de 1950, en el estadio Maracaná de Rio de Janeiro, nació una de las últimas leyendas del fútbol rioplatense; ese día, el imponente centromedio uruguayo Obdulio Varela silenció a 150 mil fanáticos que festejaban el gol brasileño en la final de la Copa del Mundo, convertido por el puntero Friaca. A los seis minutos del segundo tiempo, Brasil abrió el marcador alentado por las repletas tribunas del Maracaná, inaugurado especialmente para ese torneo. Entonces, todo Río de Janeiro fue una explosión de júbilo; los petardos y las luces de colores se encendieron de una sola vez. Obdulio, un morocho tallado sobre piedra, fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y pedían más goles. Ese modesto equipo uruguayo, aunque temible, era una buena presa para festejar un título mundial. Tal vez el único que supo comprender el dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio, capitán--y mucho más--de ese equipo joven que empezaba a desesperarse.

Y clavó sus ojos pardos, negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie y el mundo tuvo que esperarlo tres minutos para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en incomprensible castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que, desde entonces, el partido--y el rival--, fueran otros.

Hubo un intérprete, una estirada charla--algo tediosa-- entre el juez y el morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo.

Fue un aluvión. Los uruguayos atropellaban sin respetar a un rival superior pero desconcertado. Obdulio empujaba desde el medio de la cancha a los gritos, ordenando a sus compañeros. Parecía que la pelota era de él, y cuando no la tenía, era porque la había prestado por un rato a sus compañeros para que se entretuvieran. Llegó el empate. Los brasileños sintieron que estaban perdidos. El griterío de la tribuna no bastaba para dar agilidad a sus músculos, claridad a sus ideas. Las casacas celestes estaban en todas partes y les importaba un bledo del gigante. Faltaban nueve minutos para terminar cuando Uruguay marcó el tanto de la victoria. El mundo no podía creer que el coloso muriera en su propia casa, despojado de gloria.

Mire usted lo que son las cosas. Nosotros habíamos empatado con España dos a dos con un gol que yo hice sobre la hora, esos goles que salen de suerte; en el segundo partido le habíamos ganado a Suecia tres a dos, ahí no más. Los brasileños venían matando. Le habían marcado seis goles a los suecos y otra media docena a los españoles. Cuando fuimos a la final nadie dudaba de que ellos nos aplastarían. Tenían un cuadro bárbaro, eran locales y el mundo entero esperaba que ganaran el Mundial. Nosotros jugábamos, puede decirse, contra todo el mundo.

Eso, creo, debía darnos tranquilidad. Nuestra responsabilidad era menor. Recuerdo que un dirigente uruguayo lo llamó a Óscar Omar Miguez, el centroforeard del equipo, poco antes de salir a la cancha, y le dijo que estuviéramos tranquilos, que los dirigentes se conformaban si perdíamos nada más que por cuatro goles. Dijo que con llegar a la final ya debíamos estar satisfechos y se trataba ahora de evitar el papelón, de no tragarse una goleada muy grande.

Yo lo escuché y eso me indignó. Le dije: “Si entramos vencidos, mejor no juguemos. Estoy seguro de que vamos a ganar este partido. Y si no lo ganamos, tampoco vamos a perder por cuatro goles.”

Yo tenía treinta y tres años y muchos internacionales encima. Estaban listos si creían que nos iban a pasar por arriba así no más. Los otros muchachos del equipo eran jóvenes, sin mucha experiencia, pero jugaban bien al fútbol. Además, poco antes habíamos jugado contra los brasileños la copa Río Branco y les habíamos ganado cuatro a tres el primer partido; después perdimos dos veces por uno a cero, pero nos habíamos dado cuenta de que se les podía ganar. Ellos tienen mucho miedo de jugar contra los uruguayos o contra los argentinos.

Antes de salir a la cancha, el director técnico Juan López me dijo, como siempre, que yo debía dirigir, ordenar el equipo dentro de la cancha. Entonces, cuando íbamos para el túnel, les dije a los muchachos: “Salgan tranquilos. No miren para arriba. Nunca miren a la tribuna; el partido se juega abajo.”

Era un infierno. Cuando salimos a la cancha eran más de cien mil personas silbando. Entonces nos fuimos hacia el mástil donde si iban a izar las banderas. Cuando salió Brasil lo ovacionaron, claro, pero después mientras tocaban los himnos, la gente aplaudía. Entonces les dije a los muchachos: “Vieron cómo nos aplauden. En el fondo esta gente nos quiere mucho.”

Al juez no le di la mano. Nunca le di la mano a ningún árbitro. Lo saludaba, sí, lo trataba con respeto, pero la mano nunca. No hay que hacerse el simpático. Después la gente dice que uno va a chupar las medias del que manda en el partido.

En el primer tiempo dominamos en buena parte nosotros, pero después nos quedamos. Faltaba experiencia en muchos de los muchachos. Nos perdimos tras goles hechos, de esos que no puede errarlos nadie. Ellos también tuvieron algunas oportunidades, pero yo me di cuenta de que la no era tan brava. El asunto era no dejarlos tomar el ritmo demoledor que tenían. Si fracasábamos en eso, íbamos a tener delante una máquina y entonces sí que estábamos listos. El primer tiempo terminó cero a cero.

En el segundo tiempo salieron con todo. Ya era el equipo que goleaba sin perdón. Yo pensé que si no los parábamos, nos iban a llenar de goles. Empecé a marcar de cerca, a apretarlos, para tratar de jugar de contragolpe. Creo que fue a los seis minutos que nos metieron el gol. Parecía el principio del fin.

Le voy a contar algo que la gente no sabe. Todos vieron que yo agarraba la pelota y me iba para el medio de la cancha despacio, para enfriar. Lo que no saben es que yo iba a pedir un off-side, porque el linesman había levantado la bandera y después la había bajado antes de que ellos hicieran el gol. Yo sabía que el referí no iba a atender el reclamo, pero era una oportunidad para parar el partido y había que aprovecharla. Me fui despacio y por primera vez miré para arriba, al enjambre de gente que festejaba el gol. Los miré con bronca, lleno de bronca y los provoqué. Tardé mucho en llegar al medio de la cancha. Cuando llegué, ya se habían callado. Querían ver funcionar a su máquina de hacer goles y yo no la dejaba arrancar de nuevo. Entonces, en vez de poner la pelota en medio para moverla, lo llamé al referí y pedí un traductor. Mientras vino, le dije que había off-side y qué sé yo, había pasado por lo menos otro minuto. ¡Las cosas que me decían los brasileños! Estaban furiosos. La tribuna chiflaba, un jugador me vino a escupir, pero yo, nada. Serio no más.

Cuando empezamos a jugar de nuevo, ellos estaban ciegos, no veían ni su arco de furiosos que estaban; entonces todos nos dimos cuenta de que podíamos ganar el partido.

¿Cómo conseguimos eso? Es que el jugador tiene que ser como el artista: dominar el escenario. O como el torero, dominar el ruedo y al público, porque si no, el toro se le viene encima. Uno sabe que en una cancha extraña no lo van a aplaudir, por más que haga buenas jugadas. Entonces tiene que imponerse de otra manera, dominar al adversario, al público y a sus mismos compañeros. Claro, yo había jugado un millón de partidos en todas partes, en canchas sin tejido, sin alambrado, a merced del público, y siempre había salido sanito. ¡Cómo me iba a achicar ese día en el Maracaná, que tenía todas las seguridades! Ahí yo tenía que dominar, porque tenía todas las facilidades y sabía que nadie podía tocarme.

Cuando hicimos el segundo gol, que lo hizo Gigghia (el primero lo convirtió Schiaffino), no lo podíamos creer. ¡Campeones del mundo, nosotros, que veníamos jugando tan mal! Al terminar el partido estábamos como locos. En Brasil había duelo. Los cajones de cañitas voladoras flotaban en el mar. Era una desolación.

Esa noche fui con mi masajista a recorrer boliches para tomar unos chopps y caímos en lo de un amigo. No teníamos un solo cruzeiro y pedimos fiado. Nos fuimos a un rincón a tomar las copas y desde allí mirábamos a la gente. Estaban llorando todos. Parecía mentira; todo el mundo tenía lágrimas en los ojos. De pronto veo entrar a un grandote que parecía desconsolado. Lloraba como un chico y decía: “Obdulio no ganó el partido” y lloraba más. Yo lo miraba y me daba lástima. Ellos habían preparado el carnaval más grande del mundo para esa noche y se lo habíamos arruinado. Según ese tipo, yo se lo había arruinado. Me sentía mal. Me di cuenta de que estaba amargado como él. Hubiera sido lindo ver ese carnaval, ver cómo la gente disfrutaba con una cosa tan simple. Nosotros habíamos arruinado todo y no habíamos ganado nada. Teníamos un título, pero ¿qué era eso ante tanta tristeza? Pensé en el Uruguay. Allí la gente estaría feliz. Pero yo estaba ahí, en Río de Janeiro, en medio de tantas personas infelices. Me acordé de mi saña cuando nos hicieron el gol, de mi bronca, que ahora no era mía pero también me dolía.

El dueño del bar se acercó a nosotros con el grandote que lloraba. Le dijo: “¿Sabe quién es ése? Es Obdulio”. Yo pensé que el tipo me iba a matar. Pero me miró, me dio un abrazo y siguió llorando. Al rato me dijo: “Obdulio ¿se vendría a tomar unas copas con nosotros? Queremos olvidar, ¿sabe?”. ¡Cómo iba a decirle que no! Estuvimos la noche chupando en los boliches. Yo pensé: “Si tengo que morir esta noche, que sea”. Pero acá estoy.

Si ahora tuviera que jugar otra vez esa final, me hago un gol en contra, sí señor. No, no se asombre. Lo único que conseguimos al ganar ese título fue darle lustre a los dirigentes de la Asociación Uruguaya de Fútbol. Ellos se hicieron entregar medallas de oro y a los jugadores les dieron unas de plata. ¿Usted cree que alguna vez se acordaron de festejar los títulos de 1924, 1928, 1930 y 1950? Nunca. Los jugadores que intervinimos en aquellos campeonatos nos reunimos ahora por nuestra cuenta todos los años el 18 de julio, que es la fecha patria. Los festejamos por nuestra cuenta. No queremos ni acordarnos de los dirigentes.

Yo empecé a jugar al fútbol en serio por una casualidad. Éramos doce hermanos, hijos de un vendedor de factura cerdo. Siempre fuimos muy pobres. Yo fui a la escuela tres años y tuve que largar para ir a vender diarios, primero, y después lustrar zapatos. Como lustrador sacaba seis pesos por mes en el año 32. Un día me invitaron a jugar un partido de barrio. Allá encontré a mi hermano que jugaba en el otro equipo. Al fin, cuando me estaba cambiando para salir a jugar, apareció el titular del equipo, que era el Tanque Amato, y no me pusieron. Entonces vino mi hermano y me dijo si quería entrar para ellos. Como ya había ido a jugar al fútbol, acepté. Ganamos y me quedé en el equipo.

Los muchachos me consiguieron un trabajo de albañil y yo me puse muy contento. Empecé a jugar en un club que intervenía en el campeonato de intermedia, que venía a ser como la primera B de ascenso ahora. Parece que andaba bien, porque un día me avisaron que me habían vendido al Wanderers por doscientos pesos.

Sin preguntarme nada, me vendieron como si fuera una bolsa de papas. Cuando me enteré fui a ver a los dirigentes del Wanderers y les pregunté: “¿Quién va a defender al club, el Deportivo Juventud o yo?”. Conseguí que me dieran los doscientos pesos. Ese día me compré de todo con esa plata. Cuando aparecí en cada mi madre no quería creer que me habían dado toda esa plata. Ella creía que yo andaba en malos pasos.

Es que cuando uno se cría en la calle, tiene dos caminos: aprende a defenderse con dignidad, como lo hice yo porque tuve la oportunidad, o se larga a cualquier cosa, como les pasa a otros que no tienen una chance.

A mí me fue tan bien que, cuando subimos, no bajamos nunca más. Debuté en el Wanderers contra River Plate y perdimos, pero después le ganamos a Bella Vista. Por fin, en el estadio Centenario jugamos contra Peñarol. Yo tenía enfrente nada menos que a Sebastián Guzmán, el maestro. Ellos tenían un cuadrazo, pero les ganamos dos a uno. No me lo olvido jamás. Estuve cuatro años en el Wanderers y en 1943 pasé a Peñarol por dieciséis mil pesos, una cifra récord para el pase de un jugador. Me quedé para siempre en Peñarol hasta 1955 que largué el fútbol.

Ahora estoy muy arrepentido de haber jugado. Si tuviera que hacer mi vida de nuevo, ni miro la cancha. No, el fútbol está lleno de miseria. Dirigentes, algunos jugadores, periodistas, todos están metidos en el negocio sin importarles para nada la dignidad del hombre. Yo siempre me lo tomé de la mejor manera. Cuando vinieron a sobornarme, no me enojé ni los saqué a patadas ni los denuncié. Les dije que no, que buscaran a otro con menos orgullo que yo. Yo siempre me guié por la filosofía simple que aprendí en la calle, allí se aprende todo; hay que vivir, cueste lo que cueste, vivir, y a cambio de eso hay que dejar vivir.

Muchas cosas me dolieron. Los periodistas se metieron en mi vida privada, me atacaron mucho durante la huelga de jugadores porque ellos le hacían el juego a los clubes. Yo decidí vivir mi vida y rompí con ellos. Desde entonces, me encapriché y me negué a salir en las fotos que tomaban al equipo en la cancha. Cuando mis compañeros me pedían que saliera, me ponía de costado y miraba para otro lado. Una vez los cronistas hicieron un planteo a Peñarol y el club me llamó para convencerme de que tenía que ser amable y salir en las fotos. Entonces les pregunté: “¿Para qué me contrataron: para sacarme fotos o para jugar al fútbol?”. Ahí se terminó el incidente. No quise saber más nada con dirigentes ni con periodistas que escriben lo que quieren los que mandan. Yo sé que hay que ganarse la vida pero no hay motivo para ensuciar a los demás. Por eso yo no volvería a acercarme a una cancha aunque me ofrecieran millones. A mí me castigaron mucho y no lo aguanto. Por eso le dije que si ahora tuviera que jugar una final, me hago un gol en contra. No vale la pena poner la vida en una causa que está sucia, contaminada. El que se sienta capaz, que lo haga. Algún día tendrá que rendir cuentas; entonces sabremos quién es quién y si valía la pena ensuciarse.

Cara de (casi) nada

tumblr_kr5uqiqo6M1qa2ttyo1_500Un recurso popular entre los profesionales de Enseña Chile. A la estrategia alguien -no recuerdo quién- la  llamó “cara de nada”. Funciona si dejas que tu rostro muestre expresión de NADA. Eso produciría en los alumnos una molestosa inquietud. Un pinchazo en el trasero que dispara la pregunta “'¿estaré haciendo algo malo?. Funciona. Lo compruebo todos los días cuando allá, en la última fila de los asientos, Juan Ignacio interrumpe su persistente parloteo con el vecino. Para. Nota que lo miro con “cara de nada”. Y él se sonroja.

Algunos alumnos hacen de buenos compañeros y advierten al que conversa sin parar. “El profe te está mirando”, murmuran. El aludido/observado levanta la vista y se topa con mi rostro estoico, hierático, inexpresivo. Predicen, de pronto, que algo malo hacen y que interrumpen la clase. Continuo con la explicación. Mi cara vuelve a convertirse en una prolongación del pizarrón. Porque el énfasis está en mis ojos abiertos y los brazos levantados. La clase sigue. Hasta que, otra vez, saco el arma y pongo “cara de nada”.

El asunto es que también ellos ponen caras. Hay varias. Muchas. A cada rato. La clásica “no me interesa lo que está diciendo Ud.”; o también las que rezan “tengo sueño porque no pude dormir” o “cuánto falta para el recreo”. No todo es oposición al aprendizaje. He visto bastantes caras de “qué interesante”, “no lo sabía y ahora sí” y la que se transforma en un fugaz pero incalculable regalo: ojos muy abiertos y una sonrisa. Presumo que ese tipo de expresión facial te dice: “'¡vamos, siga!, estoy aprendiendo”.

Pero hoy sumé a mi colección personal de “caras” una especie extraña. Difícil de describir. La observé de reojo, mientras iba a la sala del IV° Medio. La pillé entre los alumnos del Tercero Científico Humanista. Era la de una alumna que se porta bien en Filosofía, que participa y pone atención de manera rigurosa. Ella estaba junto a la puerta abierta, mirando hacia afuera. Queriendo decir “sáqueme de aquí”. Con una mueca fruncida, la señorita de la primera fila no quería más. Estaba, de acuerdo a sus ojos y a la manera que tenía de apoyarse en el brazo, cansada. No quería más.

No quise seguir mirando. Me agobié con ella. Sentí –y sigo sintiendo- esa frustración que nace de la injusticia y de la gotera que no para. Porque nadie de más arriba se digna a ajustar la cañería. A bajar y rescatar –sí, sacar a la fuerza por el bien de esa vida y de su futuro- a la señorita de la primera fila que, resignada, presiente que su destino se deshace con el calor y el desinterés del resto de sus compañeros.    

Grietas en una educación a medias

Escuela Logré comunicarme con la directora de mi futuro colegio. Sí. El terremoto sacudió con fuerza al José Abelardo Núñez, en Huechuraba (Santiago, Chile); removió su techo y agrietó varias paredes. Este lunes –día pronosticado para iniciar el año administrativo- será, más bien, una tensa jornada donde se medirán daños y se sacarán cuentas no tan alegres. Un grupo de arquitectos y maestros evaluarán las secuelas del seísmo. La orden de la dirección es, por tanto, que nadie entrará al colegio sin que se tenga claro cuánta seguridad dan esos muros.

El peor escenario comienza a instalarse. Porque si la cuadrilla de técnicos recomienda reparar o simplemente, volver a construir parte del establecimiento, el año escolar se atrasará más allá de lo decretado por la Moneda. Es decir, los niños no se sentarán en sus bancos y sacarán sus cuadernos antes de las próximas semanas. Una tragedia. El calendario escolar ya está tenso entre la planificación de los cursos, las efemérides de este bicentenario y los partidos del Mundial. Agregarle tiempo para la reparación será rebalsar un estrecho recipiente.

Pero la lógica pos trauma supone asumir como cierta la peor de las posibilidades. Entonces, tendremos un inicio de clases retardado, aturdido e inundado por la peor de las tragedias del último tiempo. No me refiero exclusivamente al terremoto 2.0 del fin de semana; sino también a la educación que llena a medias las salas de clase. Grietas más, grietas menos; antes del 27 de febrero la enseñanza escolar en Chile andaba coja, con profundas desigualdades y pésimas terminaciones. Y el problema es sistémico, complicado, lleno de aristas y recovecos. Repleto de capas. Como las que se movieron ahora.

Queda en suspenso lo que digan los expertos mañana; y está por verse cómo los expertos asumirán la tarea de emparejar y pulir la educación chilena para que los mismos niños salgan más sólidos. La reconstrucción, sin duda, será una pega que nos tocará a todos.      

Primera lección antojadiza: “Profesor vende horas vacías”

checklistLa cuestión es central. Todo profesor debiese tranzar horas sin clase por dinero bien pagado. Y digo “horas vacías” porque si alguien observa cualquier horario de profesor, notará que ciertos bloques no tienen curso ni asignatura. El cuadrado de la planilla está vacío. Cuando el reloj marque el inicio de ese período, el docente no estará delante de un curso. Podría encontrarlo en la mítica “sala de profesores”. Algunos pocos tienen oficina, porque, para la mayoría, la oficina es su sala de clases.

¿Haciendo qué si no es dictar clase? Pararse y enseñar, estimados, es la punta de un iceberg pesado y desfigurado. Y mucho de ese cuerpo helado y traslúcido a medias tiene que ver con un proceso metódico. Pesado, igual que el iceberg de la metáfora. Me refiero a la planificación y sus derivados. Si enseñar es comunicar y modelar hábitos intelectuales; hacer clases se convierte en una reunión planificada, donde cada paso de la negociación alumno-profesor (“pongo atención si me interesa” versus “te paso esta materia porque la consideran relevante”) está regulada.´

¿Quién diseña la “negociación” y el “intercambio” entre el profesor y el alumno”? Hay varios actores reguladores, pero en último término es el mismo profesor el que debe fijar los pasos, los plazos, las causas y sus consecuencias. Algo que toma bastante tiempo –más que, por ejemplo, los 45 minutos de una clase lectiva- y que por extrañas circunstancias no se considera. Y me atrevo a concluir que en toda la repetitiva discusión sobre medidas para mejorar la educación, un asunto queda fuera, sobrepasado por las demandas y las exigencias: el profesor necesita horas exclusivas para planificar. 

¿Enseña qué?

blackboard

Enseña Chile. A qué te dedicas, me pregunta la vendedora de seguros. A enseñar, respondo. Entonces, ¿eres  profesor?, dispara (como si la conclusión fuera obvia, 1+1=2). No, le digo, porque no estudié pedagogía. Tampoco hago clases. En cambio, me dediqué a estudiar la madre de todas las ciencias –sin ser una de ellas- y luego pasé al oficio más despreciable y despreciado: el de periodista. Seguro, Mónica –así se llama la “ejecutiva” de ventas- se pasa el rollo completo y piensa mientras sonríe por costumbre: este tipo se pregunta tonteras y luego se las pregunta a los demás. Un cero a la izquierda solucionando y ciento por ciento dedicado a complicarse la vida. Sí, le respondo. Todo eso y mucho más.

Cuéntame, sigue Mónica, qué esto de Enseña Chile. Parto precisando que no es mi empleador y no firmará mis liquidaciones de sueldo. Es, digamos (muletilla que anticipa explicación complicada), un mediador que piensa. Cómo así. Piensa porque tiene claro cuál es el problema y su solución; y mediador porque une a tipos como yo que quieren enseñar –así de simple-, y colegios dispuestos a probar una salida intermedia al lío éste de la educación. Una salida alternativa. Un factor diferente. Una varilla que se cuela y se mete en los engranajes. Una bomba de ruido.

Luego, te contrata un colegio. Así es, respondo. Trabajo como cualquier profesor, haciendo la pega que todo profesor hace: impactar en la sala de clases. Porque de algo estoy seguro: buenos y malos profesores siempre impactan. Los malos, hacen que sus estudiantes odien la materia. Los buenos, no tanto que la amen (hay, por cierto, honrosas excepciones) pero que sí la encuentren lógica y necesaria. Incluyendo, también, a la Filosofía. ¿Cuándo algo ajeno se vuelve necesario? Precisamente cuando hay hambre  de eso algo. Quiero ser, le digo a Mónica, un “hacedor de apetito”.