Cara de (casi) nada
Un recurso popular entre los profesionales de Enseña Chile. A la estrategia alguien -no recuerdo quién- la llamó “cara de nada”. Funciona si dejas que tu rostro muestre expresión de NADA. Eso produciría en los alumnos una molestosa inquietud. Un pinchazo en el trasero que dispara la pregunta “'¿estaré haciendo algo malo?. Funciona. Lo compruebo todos los días cuando allá, en la última fila de los asientos, Juan Ignacio interrumpe su persistente parloteo con el vecino. Para. Nota que lo miro con “cara de nada”. Y él se sonroja.
Algunos alumnos hacen de buenos compañeros y advierten al que conversa sin parar. “El profe te está mirando”, murmuran. El aludido/observado levanta la vista y se topa con mi rostro estoico, hierático, inexpresivo. Predicen, de pronto, que algo malo hacen y que interrumpen la clase. Continuo con la explicación. Mi cara vuelve a convertirse en una prolongación del pizarrón. Porque el énfasis está en mis ojos abiertos y los brazos levantados. La clase sigue. Hasta que, otra vez, saco el arma y pongo “cara de nada”.
El asunto es que también ellos ponen caras. Hay varias. Muchas. A cada rato. La clásica “no me interesa lo que está diciendo Ud.”; o también las que rezan “tengo sueño porque no pude dormir” o “cuánto falta para el recreo”. No todo es oposición al aprendizaje. He visto bastantes caras de “qué interesante”, “no lo sabía y ahora sí” y la que se transforma en un fugaz pero incalculable regalo: ojos muy abiertos y una sonrisa. Presumo que ese tipo de expresión facial te dice: “'¡vamos, siga!, estoy aprendiendo”.
Pero hoy sumé a mi colección personal de “caras” una especie extraña. Difícil de describir. La observé de reojo, mientras iba a la sala del IV° Medio. La pillé entre los alumnos del Tercero Científico Humanista. Era la de una alumna que se porta bien en Filosofía, que participa y pone atención de manera rigurosa. Ella estaba junto a la puerta abierta, mirando hacia afuera. Queriendo decir “sáqueme de aquí”. Con una mueca fruncida, la señorita de la primera fila no quería más. Estaba, de acuerdo a sus ojos y a la manera que tenía de apoyarse en el brazo, cansada. No quería más.
No quise seguir mirando. Me agobié con ella. Sentí –y sigo sintiendo- esa frustración que nace de la injusticia y de la gotera que no para. Porque nadie de más arriba se digna a ajustar la cañería. A bajar y rescatar –sí, sacar a la fuerza por el bien de esa vida y de su futuro- a la señorita de la primera fila que, resignada, presiente que su destino se deshace con el calor y el desinterés del resto de sus compañeros.